¿Sabemos lo que comemos? Los químicos en la alimentación convencional
01 Sep 2025
En el supermercado, todo está pensado al detalle. La disposición y el orden de los productos mostrados es estratégico, buscando captar la atención del consumidor a través de un aspecto cuidado, un olor agradable y envases coloridos.
Detrás de esta apariencia apetecible, muchas veces pasa desapercibido el conjunto de químicos que se cuela en los alimentos en distintas fases del proceso productivo, ya sea durante el cultivo, el procesamiento o la presentación final.
Aditivos alimentarios, los ingredientes protagonistas
Probablemente hayas detectado que en la mayoría de alimentos y bebidas que consumes a diario se incluyen ingredientes con nombres raros o codificados por la letra E seguida de números. Se trata de los aditivos alimentarios, sustancias químicas que se añaden con la intención de modificar una o varias características de un producto y alargar su vida útil (conservantes), mejorar el aspecto (colorantes y espesantes), realzar el sabor (potenciadores de sabor) o sustituir ciertos ingredientes, como el azúcar (edulcorantes artificiales), entre otros objetivos. No obstante, el factor determinante es su origen: los aditivos naturales se obtienen de plantas, animales o minerales, mientras que los artificiales se crean mediante procesos químicos.
Residuos que proceden del campo
En este coctel de sustancias es habitual encontrar restos de pesticidas y herbicidas utilizados durante el cultivo de las materias primas. La agricultura convencional se apoya en productos de síntesis química para el manejo de las malas hierbas y control biológico de plagas, como el glifosato, que pueden permanecer como residuo en las frutas, verduras y cereales que encontramos en el mercado.
En el caso de las carnes, los lácteos y otros productos de origen animal, se añaden también restos de antibióticos y hormonas utilizados durante la cría intensiva de ganado para aumentar la producción. Uno de ellos es la somatotropina bovina, más conocida como rBGH o la hormona de crecimiento bovina recombinada, presente en la leche de vaca.
Originados durante el procesamiento
Algunos procesos industriales desencadenan transformaciones en los alimentos que pueden suponer un riesgo para la salud. Un ejemplo es la acrilamida, una sustancia química que se genera en ciertos almidones cuando se someten a altas temperaturas, por ejemplo, al freír, hornear o tostar patatas, pan, galletas o productos rebozados. Una cosa similar ocurre con los aceites hidrogenados, es decir, aceites líquidos que se transforman en grasas sólidas, dando lugar a la formación de grasas trans.
La migración de sustancias químicas de los envases
El envoltorio de los alimentos es otro elemento de riesgo. Las sustancias químicas presentes en los materiales utilizados en los envases —especialmente los que están fabricados a base de plástico— pueden migrar a los productos y, por ende, infiltrarse en nuestro organismo, con la capacidad de provocar alteraciones en la salud.
Es el caso de sustancias como el BPA (también conocida como bisfenol A) y los PFAS (sustancias perfluoroalquiladas y polifluoroalquiladas), presentes en multitud de envases y utensilios que entran en contacto con los alimentos. Se pueden encontrar en botellas y tapones de plástico, las tapas herméticas de los envases de vidrio o el film transparente que envuelve las frutas cortadas, además de estar presentes en objetos culinarios utilizados a diario, como las sartenes antiadherentes o las pinzas de plástico.
Riesgos potenciales demostrados
Si bien en la Unión Europea y en los Estados Unidos estos químicos están regulados, su consumo a largo plazo sigue siendo objeto de estudio. Reiteradas investigaciones científicas impulsadas por autoridades de control y salud alimentaria, como la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA), llevan años estudiando y advirtiendo del potencial riesgo que estas sustancias tóxicas pueden tener sobre la salud, entre los que destacan efectos nocivos para el sistema hormonal, metabólico e inmunológico. De hecho, algunas de estas sustancias se vinculan con alergias o intolerancias, alteraciones hormonales (actuando como disruptores endocrinos) o un mayor riesgo de contraer enfermedades crónicas, diabetes o cáncer.
¿Cómo podemos evitarlos?
El primer paso, y uno de los fundamentales, es revisar atentamente las etiquetas de los productos. En ellas consta el listado de ingredientes y todas las sustancias que componen un producto, incluidos los aditivos, ordenadas de mayor a menor cantidad por peso. Es un método práctico para evitar comprar productos con largas listas de aditivos innecesarios además de obtener información adicional sobre algunos ingredientes, la procedencia, la calidad, la caducidad o el consumo preferente del producto. Asimismo, es recomendable priorizar aquellos alimentos frescos y mínimamente procesados.
Para reducir al máximo los residuos de pesticidas, conviene lavar correctamente las frutas y verduras antes de consumirlas, especialmente cuando se trata de espinacas, fresas, col kale, uvas, melocotones o cerezas, las frutas y verduras más contaminadas con pesticidas según la lista «The Dirty Dozen» 2025. Es aconsejable hacerlo incluso cuando van a ser consumidas peladas, puesto que los residuos pueden transferirse del cuchillo al interior de la fruta al hacer los cortes.
Siempre que sea posible, opta por alimentos de producción ecológica. Este modelo agrícola utiliza técnicas que respetan los ciclos naturales de la tierra y minimizan o evitan el uso de fertilizantes y pesticidas sintéticos, promoviendo la biodiversidad y una alimentación más saludable. Recuerda que puedes identificarlos rápidamente gracias al sello de la Euro Hoja.
Fuente: Bioecoactual